Todo comenzó con una respiración lenta y profunda frente al primer agarre. Conocía la ruta, la había visualizado docenas de veces. Cada presa, cada cambio de ritmo, cada sección clave estaba memorizada. Sabía que iba a exigirme al máximo. Pero también sabía que estaba listo. O eso creía.
Los primeros metros fluyeron como lo hacen los buenos comienzos: sin pensar demasiado. Mis pies encontraban los apoyos sin buscar, las manos se cerraban con precisión quirúrgica sobre regletas y planos, el cuerpo se movía como una coreografía conocida. En ese tramo inicial, todo funcionaba como debía. Incluso cuando el antebrazo empezaba a cargarse,..”. y la respiración se aceleraba un poco, sentía que tenía el control.
Ahí es donde aparece la primera fase de fatiga. No esa que te quita el rendimiento de golpe, sino esa que te obliga a elegir mejor, a ser más eficiente. Es lo que los fisiólogos llaman fatiga compensada. El cuerpo empieza a mostrar señales de desgaste, pero el sistema nervioso, mi sistema nervioso, encuentra maneras de resolver. Cambié sutilmente la forma de apretar un romo con más palma que dedos, bajé los hombros para liberar tensión en el cuello, acorté el tiempo en las presas pequeñas. Sin darme cuenta, ya estaba adaptando mis movimientos a un cuerpo que empezaba a no ser el mismo de hace dos minutos.
Desde el punto de vista motor, eso tiene una lógica bastante clara. Según Nikolai Bernstein, el movimiento nunca se repite de forma exacta: cada gesto es una nueva solución a un problema en condiciones cambiantes. Cuando aparece el cansancio, el cuerpo reorganiza su control para seguir cumpliendo el objetivo. Lo técnico se mantiene, aunque empieza a transformarse. Estoy cansado, pero escalo bien. Es una danza sostenida por la inteligencia del cuerpo.
Pasé la primera sección difícil sin errores. El paso dinámico hacia el invertido me obligó a dar un grito, pero lo resolví limpio. En la cinta previa al último tramo, noté algo nuevo: el temblor. No ese temblor que asusta, sino el que avisa. Mis antebrazos estaban prendidos fuego, aunque aún respondían. La respiración era más agitada. Mis apoyos de pies ya no eran tan precisos. Un par de veces me vi corrigiendo el equilibrio después de un mal apoyo. Lo noté, pero no me preocupó. Me dije que era parte del juego.
En realidad, estaba entrando en la segunda fase.
Aquí, lo que llaman fatiga compensada se empieza a transformar. Los músculos principales comienzan a fallar, y aparecen los sustitutos. En vez de tirar con los flexores profundos de los dedos, empecé a usar más el cuerpo. Tirones de cadera, más presión de la zona media, más extensión de los brazos. Gestos más grandes, menos elegantes. El sistema motor ya no ejecuta el patrón óptimo, sino el posible.
Esto no es solo intuición: Mark Latash habla de la reorganización de sinergias motoras como un mecanismo de adaptación. Cuando una sinergia falla, por ejemplo, la coordinación fina entre dedos y muñeca, se activa otra que, aunque menos eficiente, puede cumplir la tarea. Pero el precio es alto: más gasto energético, menos control fino y más riesgo de error.
Seguí avanzando. A esa altura, no pensaba demasiado. Más que escalar, sobrevivía. Cada movimiento era una mezcla de decisión y reflejo. Ya no elegía con precisión: reaccionaba. El control postural fino se había ido, y mi equilibrio se mantenía gracias a manotazos bruscos, ajustes desesperados, movimientos cada vez más amplios. Empezaban a aparecer los “salvatajes”. Movimientos que no están en la técnica aprendida, pero que son todo lo que me queda.
Faltaban tres movimientos. El último paso, una presa lateral plana, lejos, después de un cruce incómodo. Sabía que ese crux no perdonaba. Lo había fallado muchas veces.
Ahí se reveló la tercera fase.
Mi antebrazo izquierdo ya no apretaba. Literalmente. Sentía el contacto con la presa, pero no podía ejercer fuerza real. Era como intentar agarrar un vaso con los dedos dormidos. Tiré igual. Me ayudé con el impulso de la cadera, arqueé el cuerpo, pateé con la pierna derecha. Alcancé la regleta, la toqué, incluso llegué a cerrar los dedos sobre ella… pero no pude sostenerme. Caí.
Y no fue una caída de error técnico. Fue una caída por fatiga no compensada.
¿Qué pasó realmente en ese momento?
La fatiga dejó de ser un obstáculo manejable y se convirtió en un límite fisiológico.
En términos científicos, lo que ocurre es una combinación de factores:
Fatiga periférica: el músculo ya no puede generar fuerza. Hay acumulación de metabolitos (hidrogeniones, fosfato inorgánico, lactato), caída del pH, reducción de la eficiencia contráctil. El sistema neuromuscular pierde excitabilidad. No importa cuánto lo intente: el músculo simplemente no responde.
Fatiga central: el cerebro empieza a enviar menos señales a los músculos. Lo hace como mecanismo de protección. Según el modelo de Noakes (2012), la fatiga es una emoción reguladora: el cuerpo decide frenar antes de dañarse. Aun si yo quería seguir, mi sistema nervioso central ya no lo permitía.
Colapso del control técnico: cuando se rompe la coordinación entre músculos, el gesto se degrada. Las sinergias intermusculares que sostenían el movimiento se desorganizan. Lo que antes era fluido se vuelve torpe, y la técnica ya no puede sostenerse. Ya no escalo: me muevo hacia la presa. Como sea.
Mientras descendía por la cuerda, con los dedos aún cerrados por inercia, supe que lo había dado todo. No quedaba nada más en mi cuerpo. Y eso, lejos de frustrarme, me dio calma.
Comprender la fatiga no como un enemigo, sino como una manifestación natural del sistema, cambia la forma en que se vive ese momento final. No es debilidad. No es error. Es el límite real del sistema bajo esa carga específica, en ese contexto.
Entrenar no es evitar ese momento. Es aprender a postergarlo. A reconocer las señales de las primeras fases. A tomar decisiones técnicas cuando aún hay control. A preparar sustituciones técnicas válidas. A entrenar el sistema nervioso para sostener la concentración cuando todo quema. A diseñar gestos alternativos que usen cadenas musculares diferentes. A entender que el deterioro es progresivo, y que escalar bien es retrasar lo inevitable unos segundos más.
Hoy sé que mi caída no fue una falla. Fue el resultado exacto de haber estirado el sistema hasta su umbral. Y esa frontera no se ve en la libreta de encadenes. Se siente en la piel, en el temblor de los dedos, en la respiración entrecortada y en ese último movimiento donde uno ya no se mueve con técnica, ni con fuerza… sino con todo lo que queda.
Y eso, aunque no lo diga la estadística, también es progreso.

Referencias
Bernstein, N. A. (1967). The coordination and regulation of movements. Pergamon Press.
Latash, M. L. (2008). Neurophysiological basis of movement (2nd ed.). Human Kinetics.
Noakes, T. D. (2012). Fatigue is a brain-derived emotion that regulates the exercise behavior to ensure the protection of whole body homeostasis. Frontiers in Physiology, 3, 82. https://doi.org/10.3389/fphys.2012.00082
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