Si un bloque no se entiende, el problema no es el escalador: es el diseño

En un gimnasio de escalada, los bloques no son simples combinaciones de presas y volúmenes puestos al azar. Son, en realidad, un lenguaje que se escribe en tres dimensiones y se lee con el cuerpo. Cada boulder es un mensaje silencioso entre quien lo diseña y quien lo enfrenta. La experiencia de resolverlo puede ser fascinante, motivadora, incluso poética, o puede convertirse en frustración, incomprensión y desánimo. Esa diferencia rara vez tiene que ver con el escalador y casi siempre con el diseño. Don Norman, en El diseño de las cosas cotidianas, nos recuerda que cuando las personas no logran usar un objeto, el problema no está en ellas sino en el diseño que no supo comunicar. Lo que vale para puertas, hornos o aplicaciones, vale también para los muros de escalada: no es el usuario el que falla, es el objeto que no logra hablar su idioma.

El route setter, aunque muchas veces se perciba a sí mismo solo como un técnico, es en verdad un diseñador de experiencias. Al colocar una presa decide mucho más que la dificultad, define qué tipo de movimiento invita a ejecutar, qué sensación produce, qué enseñanza transmite. Un buen bloque no necesita instrucciones; se explica solo con su disposición. El escalador lo mira, lo intuye, lo proyecta en su cabeza, construye un modelo mental de la secuencia y lo contrasta con la realidad de su cuerpo al probar. Cae, corrige, ajusta, vuelve a intentar. Cada error es información valiosa que lo acerca a la resolución. Así, el proceso de escalar se convierte en aprendizaje, en exploración significativa. Cuando el diseño está bien logrado, la caída no frustra sino que enseña. Cuando está mal hecho, en cambio, la lectura se rompe. Los intentos parecen aleatorios, el feedback es pobre, el cuerpo no encuentra lógica. Entonces la experiencia deja de ser un desafío y se convierte en una trampa.

Norman introduce dos conceptos fundamentales: los affordances y las señales. Los affordances son las características de un objeto que sugieren cómo debe usarse. Un botón invita a presionar, una perilla a girar, un plano horizontal a apoyar algo. En escalada, una regleta orientada hacia arriba sugiere traccionar, un volumen plano invita a empujar, un romo bajo exige equilibrio y compresión corporal. Las señales, por su parte, son los indicadores explícitos que guían la acción: en el muro, el color de las presas marca el camino, las etiquetas señalan el inicio. Cuando ambos elementos se combinan con claridad, el bloque se deja leer; cuando se contradicen o son confusos, aparece la frustración. Una presa que parece invitar a tirar pero solo sirve como apoyo secundario puede confundir al principiante; un volumen colocado en un ángulo extraño puede desconcertar sin aportar aprendizaje. Y lo mismo sucede fuera del muro, una puerta que parece abrirse hacia un lado y lo hace hacia otro no enseña nada, solo irrita.

La clave está en entender que cada escalador, al observar un bloque, construye un modelo mental: imagina cómo resolverlo, qué movimiento será clave, dónde estará la mayor exigencia. Ese modelo no siempre es correcto, pero orienta el intento. Si el bloque está bien diseñado, cada prueba aporta información que confirma o refuta la hipótesis, y el proceso tiene sentido. Si el diseño falla, los intentos no enseñan nada, son ensayo y error en el peor sentido, caídas que no aportan pistas, secuencias que no construyen aprendizaje. La pedagogía del error se pierde. Y entonces el escalador no siente que progresa, sino que está a merced del capricho de quien armó el problema.

Pensar en los bloques como objetos de diseño obliga a un cambio profundo de perspectiva. No se trata solo de armar algo “duro”, ni de sorprender con un truco ingenioso, ni de inventar movimientos extravagantes para lucirse. Se trata de crear experiencias corporales significativas. El muro es un espacio social y pedagógico en el que conviven principiantes y expertos, jóvenes y adultos, cuerpos fuertes y cuerpos livianos, gente segura y gente con miedo. Diseñar con empatía significa tener en cuenta esa diversidad, proponer bloques que ofrezcan diferentes capas de resolución, que permitan a cada uno encontrar algo para aprender. Un buen bloque puede ser un reto técnico para el avanzado y, al mismo tiempo, una lección de coordinación o equilibrio para el principiante. Esa multiplicidad no empobrece: enriquece.

Además de lo funcional, un bloque tiene una dimensión estética y narrativa. Un buen diseño no solo cumple su propósito, también da placer. Resolver un movimiento elegante, descubrir que un volumen que parecía inútil era la clave, sentir la fluidez de una secuencia que encaja como una frase bien construida. Todo eso produce satisfacción. Hay bloques que se olvidan al minuto de bajarse del muro, y hay otros que se recuerdan durante meses porque transmitieron algo más que esfuerzo. Lo mismo ocurre con los objetos cotidianos: algunos cumplen, otros inspiran. Norman señala que los diseños exitosos generan confianza y deseo de volver a interactuar. En la escalada, un bloque memorable es aquel que deja al escalador con ganas de repetirlo, de mostrarlo a otros, de hablar de él como de una pequeña obra de arte.

En una tarde cualquiera, un escalador observa un bloque recién armado. Mira el muro unos segundos, respira y comenta en voz alta:

-No entiendo por dónde empezar. Parece que la primera presa me invita a tirar hacia arriba, pero no hay apoyo para los pies. Si lo intento así, me caigo.

El abridor, orgulloso de su creación, responde con una sonrisa:

-Es que no se trata de tirar, se trata de empujar el volumen con el hombro. Es un movimiento creativo, distinto.

El escalador lo mira, todavía confundido:

-Pero si no me das ninguna pista de que hay que usar el hombro, ¿cómo voy a adivinarlo? Lo intenté tres veces y en ninguna aprendí nada. Solo me golpeé contra el muro.

El abridor guarda silencio unos segundos y luego suspira:

-Tenés razón. En mi cabeza tenía sentido, lo pensé así cuando lo armé. Pero si no lo podés leer, es que yo fallé en el diseño. El bloque tiene que hablar por sí mismo, no puede depender de que yo te lo explique.

El escalador asiente, todavía cansado de los intentos:

-Eso es lo que diferencia un buen bloque de uno malo. En un buen bloque, cada error enseña algo. En este, cada error es solo frustración.

El abridor baja la vista y agrega, casi para sí mismo:

-Quizás diseñar bloques no sea solo cuestión de creatividad… también es cuestión de empatía

La pregunta central, entonces, es incómoda: ¿cuántas veces atribuimos al escalador la culpa de no entender un bloque, cuando en realidad fue el diseño el que falló? ¿Cuántas veces confundimos torpeza con opacidad? Si una puerta no se abre de manera intuitiva, Norman diría que está mal diseñada. Si un bloque no se deja leer, quizás el problema no es del escalador sino del setter que no supo comunicarse. Reconocerlo es un acto de humildad, pero también de profesionalismo. El setter no diseña para sí mismo, sino para quienes escalan. Y eso exige escucha, observación, capacidad de ajuste. Un bloque no debería defenderse como una obra de arte intocable, sino como un prototipo en constante iteración.

Observar a los escaladores es parte esencial del proceso. Ver dónde se traban, dónde se ríen, dónde aprenden. Si todos se frustran de la misma manera, quizá no es que el bloque sea demasiado difícil, sino que es ilegible. Si nadie entiende el movimiento clave, tal vez no es ingenioso, sino confuso. El buen diseño surge del diálogo entre la intención del setter y la experiencia del usuario. Norman lo explica claramente, los objetos se perfeccionan en la interacción real, no en la teoría. Lo mismo debería ocurrir en el muro; el bloque se afina mirando cómo lo enfrentan los escaladores, ajustando lo necesario, manteniendo la coherencia.

En definitiva, la escalada es un lenguaje y cada bloque es una frase. Puede ser poética, técnica, brutal o placentera, pero debe ser legible. Un bloque ilegible no comunica nada, no enseña, no emociona. Solo genera desconexión. Diseñar para la escalada es crear frases que el cuerpo pueda pronunciar con sentido, frases que permitan equivocarse y aprender, frases que dejen una marca emocional. Si un bloque no logra eso, no es culpa del escalador. Es un error de diseño. Y como todo error de diseño, puede corregirse, siempre que aceptemos que no diseñamos para un usuario ideal sino para personas reales, diversas, con historias y cuerpos distintos.

Quizá la enseñanza más valiosa de Norman aplicada al muro sea la de la responsabilidad: diseñar no es imponer, es cuidar. Cuidar la experiencia del otro, cuidar la forma en que se siente al interactuar con lo que creamos. Un gimnasio puede llenarse de bloques arbitrarios, duros, caóticos, y aun así habrá quienes insistan en resolverlos. Pero si queremos que la escalada indoor sea un espacio de aprendizaje, de motivación y de comunidad, necesitamos bloques que comuniquen, que desafíen sin excluir, que enseñen sin humillar. Necesitamos setters que entiendan que su rol no es solo técnico ni artístico, sino pedagógico y ético. Porque al final del día, lo que recordamos no es si encadenamos o no, sino cómo nos hizo sentir el muro. Y eso depende, más de lo que creemos, de un buen diseño.